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Foto del escritorAntes de ser Calle

Mariano Rosas o Panghitruz Güor


La calle que hoy hacemos mención tiene solamente 200 metros. Va desde Antártida Argentina hasta una Florencio Sánchez imaginaria a esta altura, todo en el barrio Las Canteras.


Una de las tantas calles que lleva nombre de los pueblo originarios

Mariano Rosas (Panghitruz Güor) era hijo del cacique Painé. Nació alrededor de 1820. En 1834, cuando la campaña de Rosas a los desiertos del sur, fue hecho prisionero en la laguna de Languelo, donde después existió el fuerte Gainza, instalado por Lucio V. Mansilla al avanzar la frontera sur de Santa Fe, a unas treinta leguas de Melincué.

Junto con otros muchachos ranqueles, Mariano fue llevado a Santos Lugares, donde permanecieron presos y engrillados durante meses, según contaba el mismo cacique a Mansilla. Un día lo llevaron a presencia de don Juan Manuel de Rosas, quien interrogó a los hombres y supo que Mariano se llamaba así por su padre, que era un cacique principal “de mucha nombradía”. Rosas lo hizo bautizar y salió de padrino; le puso Mariano en la pila, le dio su apellido y lo envió con otros compañeros a la estancia del Pino (situada en el actual partido de La Matanza en las afueras de Buenos Aires, sede del Museo Histórico Juan Manuel de Rosas).


Rosas el primer poblador de Santa Rosa junto a su esposa

Mariano trabajó allí varios años y aprendió todas las labores del campo y de la estancia, y cómo regentear un establecimiento. Ganó la confianza de los mayordomos del Pino, y una noche los muchachos se fugaron, con una buena tropilla, rumbo a Occidente. Advertida su desaparición en el Pino, fueron perseguidos, pero nunca alcanzados. Llegó Mariano Rosas al fuerte Federación (Junín) después de seis días de marcha, y allí los dejaron pasar, con el pretexto de que habían venido a comerciar.

“Mariano Rosas –dice Mansilla- conserva el más grato recuerdo de veneración por su padrino; hablaba de él con el mayor respeto, dice que cuanto es y sabe se lo debe a él; que después de Dios no ha tenido otro padre mejor; que por él sabe cómo se arregla y compone un caballo parejero; cómo se cuida el ganado vacuno, yeguarizo y lanar, para que se aumente pronto y esté en buenas carnes en toda estación; que él le enseñó a enlazar, a pialar y a bolear a lo gaucho”. Que a más de tales beneficios le debía “el ser cristiano, lo que le ha valido ser muy afortunado en sus empresas”. Mansilla transcribe una carta de don Juan Manuel a su ahijado, que acompañó con un obsequio y con recuerdos a Painé, en que le decía no estar enojado por la fuga, si bien Mariano debió evitarle el disgusto “de no saber qué se había hecho”. Lo invitaba también a visitarlo. Pero Mariano juró no moverse más de sus tierras, ni pisar suelo de cristianos.

Painé murió en 1856; lo sucedió su hijo Calvaiú; pero éste murió en un atentado. Mariano Rosas, su hermano, heredó el gobierno de los ranqueles. Este cacique vestía como gaucho y residía en Leubucó, capital ranquelina que servía de refugio a federales perseguidos por razones políticas. “La santa federación está allí a la orden del día”, dice Mansilla.

Hombres de Urquiza, del Chacho, de Juan Saá y de Santos Guayama se ampararon en Leubucó. Junto a Mariano Rosas vivía un negro federal, que había sido soldado del coronel Agustín Ravelo; desertor, no quería salir de los toldos. “Y no he de salir de aquí –decía- hasta que no venga el Restaurador, que ha de ser pronto, porque don Juan Saá nos ha escrito que él lo va a mandar buscar”.

Hijos de Mariano Rosas fueron Epumer, Waiquiner, Amunao, Lincoln, Duguinao y Piutrín.

Lideró largos y prósperos períodos de paz con los blancos. Y murió el 18 de agosto de 1877, presuntamente de viruela, siendo enterrado con grandes honras.

En 1879 el coronel Eduardo Racedo halló su tumba y la profanó. La profanación fue menos un trofeo de guerra que un acto de codicia. Los ranqueles creían en la transmigración del alma y enterraban a sus muertos con sus pertenencias más valiosas. En el caso de los caciques, al sacrificio de sus mejores caballos se sumaban el apero con toda su platería, y dinero en monedas.

Parte del material extraído fue entregado al Museo de La Plata un año después. Un antropólogo francés fue el encargado de clasificar 119 cráneos pertenecientes a la cultura ranquel. Tres años tardaron los científicos de la Facultad de Ciencias Naturales para analizar la colección M. Ten Kate. Así se estableció que uno de los cráneos —con el número 292— era de Mariano Rosas.

Luego de largos años de tramitaciones, finalmente en 2001 el cráneo fue restituido. La entrega se hizo en las escalinatas del edificio del Museo de La Plata, ubicado en el corazón del Paseo del Bosque. Para acompañar el traslado del cacique llegaron hasta la capital bonaerense 18 “longos” (jefes de comunidades indígenas) de La Pampa. También llegaron funcionarios del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación) y las autoridades de la Universidad Nacional platense, que tiene a su cargo el museo.

El cacique Adolfo Rosas, con la espalda doblada por los años, cargó el cofre con ese tesoro del alma envuelto en un poncho amarillo. De fondo, retumbaron en el bosque cuatro golpes secos sobre un “cultrum”, el bombo típico de los ranqueles. Antes, las comunidades indígenas tuvieron espacio para una ceremonia íntima. El agradecimiento a los dioses se hizo en un aula del museo, alrededor de una mesa amplia, sin estridencias y con los rostros adustos.

La urna hizo escala en Victorica. Envueltos en la bandera de la nación rankülche, sus restos fueron velados el viernes 22 de junio por la noche en el salón municipal, presidido por un busto del coronel Ernesto Rodríguez, fundador del fortín. Recluidos en herméticas nubes de recuerdos, los lonkos abrieron la urna y dejaron el cráneo al descubierto. “Es para que los descendientes puedan verlo por última vez”, explicó Ana María, sobrina tataranieta de Mariano.

Banderas en mano, vincha en la frente y cubiertos con ponchos, numerosos lonkos ranqueles y mapuches —incluso de otras provincias— soportaron la ferocidad del frío pampeano para dar su adiós. Cuando indígenas y paisanos a caballo trajeron la urna, los recibieron al son de trutrukas (cornetas), pifilkas (pequeñas flautas de pan), kaskawillas (grandes cascabeles) y el batir del kultrun, el tambor mapuche.

Panghitruz ya no es un rótulo, un número de una colección antropológica. Tiene su lugar de culto cerca de la laguna de Leubucó y bajo el cielo inmenso del desierto pampeano.

Fuente: Camps, Sibila – Ya están en el desierto pampeano los restos del cacique Mariano Rosas, Clarín (2001) // Chávez, Fermín – Iconografía de Rosas y de la Federación, Buenos Aires (1972) // Debesa, Fabián y Galmarini, Mónica – Un largo reclamo de los indios ranqueles, Clarín (2001) // Mansilla, Lucio V. – Una excursión a los indios ranqueles, Buenos Aires (1870).

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