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20 de Septiembre de 1870


La calle rememora el 20 de Septiembre de 1870 en que los patriotas italianos a las órdenes de José Garibaldi, toman la PortaPía en Roma. Esta fecha es celebrada por los italianos de todo el mundo como una expresión de los principios de libertad.

Su numeración va desde el 0 (calle Río Negro) al 3600 (Juan B. Justo). En su recorrido hace de frontera entre los barrios Nueva Pompeya y La Perla; más adelante entre el Centro y barrio San Juan para meterse de lleno primero en el barrio Plaza Peralta Ramos y desde calle Castelli en el barrio San José.

La calle separa al centro del resto de la ciudad

Los efectos políticos y religiosos de aquel 20 de septiembre

Entre 1848 y 1849 se planteaba con claridad la llamada “Cuestión Romana”. Al estallar la guerra entre el reino de Cerdeña y Austria en abril de 1859, emisarios piamonteses unidos a elementos locales provocaron la insurrección de Emilia, la Romagna, Toscaza y Umbría. En Perugia fue reprimida la revolución con energía que presentada exageradamente con el nombre de “matanza de Perugia” (fueron veinte los perusinos que murieron en total), supuso un nuevo descrédito para el poder temporal; pero Emilia y Romagna estaban definitivamente perdidas. A fines de 1859 salio un opúsculo, “Le Pape et le Congrés”, inspirado por Napoleón III, con la invitación al Papa de que se contentase con un pequeño territorio en torno a Roma, renunciando al resto de las provincias: “Plus le territoire sera petit, plus le souverain sera grand”. Las intenciones de Napoleón eran sinceras y el folleto no merecía la amarga definición que él dio en público el mismo Pío IX: “un insigne monumento de hipocresía”. Lo cierto es que Pío IX pensaba, y no sin razón, que el movimiento unitario, una vez en marcha, no se detendría en las puertas de Roma.


En mayo de 1860 invadió Garibaldi el reino de Nápoles desde Sicilia y en septiembre Cavour con el fin de unirse al ejército garibaldino e impedir eventuales derivaciones de la empresa en sentido republicano, forzó las fronteras y entro en el Estado pontificio. El ejército papal, capitaneado por Lamorcière, fue derrotado sin dificultad en Castelfirardo, cerca de Loreto; al Papa le quedaba ya sólo Roma y una parte del Lazio entre Viterbo y Frosinone. A principio de 1861 envió Cavour emisarios a Roma para iniciar negociaciones secretas; pidió al Papa la renuncia pura y simplemente al poder temporal, prometiéndole en cambio libertad plena para la Iglesia, pero a la vez que prometía esto aplicaba decididamente en los territorios anexionados las leyes contra los religiosos. Al ex jesuita Passaglia, uno de los dos enviados, le dijo Cavour: “Espero que para Pascua me traerá la ramita de olivo”. En realidad, las conversaciones se interrumpieron muy pronto sin llegar a nada concreto, siendo, sin duda, la causa de este fracaso la desconfianza hacia la política de Cavour. Ante la proclamación del reino de Italia, el 17 de marzo de 1861. En este clima tenso y de mutua incomprensión, a principios de junio, murió Cavour tras una enfermedad rapidísima y ya en trance de muerte recibió los sacramentos de manos de un franciscano que unos años antes le había prometido que, en caso de ser llamado a su cabecera, no le exigiría retractación alguna. Pío IX privó al fraile de las licencias de confesor y del ministerio pastoral.

A partir de 1861 y hasta 1870 iban aumentando, incluso entre el clero, los grupos favorables a la renuncia al poder temporal y, a la vez, a una reforma de la Iglesia.

Francia retiraría de Roma sus tropas ante la promesa italiana de que se respetarían los territorios del Papa. Efectivamente, las tropas francesas abandonaron Roma a principios de 1867, pero volvieron en octubre para defender al Papa de los intentos de invasión capitaneados por Garibaldi y favorecidos, bajo cuerda, por el gobierno italiano.

En julio de 1870, al estallar la guerra franco-prusiana, las tropas francesas abandonaron definitivamente Roma y el 20 de septiembre del mismo año, tras una última negativa de Pío IX a consentir la ocupación pacífica de la ciudad, renunciando a su autoridad temporal, el ejército italiano, superada fácilmente la resistencia más bien simbólica que opusieron los soldados del Papa a las órdenes del general Kanzler, entró en Roma por Puerta Pía. Pío IX había esperado hasta el principio de septiembre que Roma sería respetada. Había tomado en serio las seguridades que le daba Víctor Manuel. Del mismo irrealismo participaban muchos eclesiásticos romanos empezando por los más insignes profesores de la Universidad Gregoriana, entre los cuales, como en general entre la Curia, la fidelidad a la Iglesia y al Papa no iba unida al necesario realismo.

En mayo de 1871 aprobó el Parlamento italiano la “ley de garantías”. Constituía un acto unilateral del gobierno italiano, revocable a su arbitrio, y era el resultado de un compromiso entre la tendencia juridiccionalista y la separatista, presentes ambas en el Parlamento. Partiendo del presupuesto de la extinción total del Estado pontificio, la ley concedía al Papa, implícitamente considerado como súbdito italiano, honores de soberano, una dotación anual y el derecho de representación activa y pasiva, pero no garantizaba plenamente la libertad de la Iglesia, manteniendo el exequátur para la adjudicación de bienes eclesiásticos y la provisión de beneficios, confirmando las leyes de 1855, 1866 y 1867, que limitaba fuertemente el derecho de propiedad de las Órdenes religiosas y de las entidades eclesiásticas. La ley declaraba con deliberada ambigüedad: “El Sumo Pontífice… seguirá disfrutando de los palacios apostólicos…” (¿Propiedad o usufructo?). Pío IX declaró nula la ley, rechazó la pensión que se le ofrecía y prescribió a los fieles la abstención en las elecciones políticas (non expedit). El 9 de enero del 1878 murió en el palacio del Quirinal Víctor Manuel II, absuelto de la excomunión en trance de muerte y tras una vaga y genérica retractación oral. Pocas semanas después, el 7 de febrero, le seguía Pío IX a la tumba.

El Estado pontificio había nacido jurídicamente en 754 con el pacto de Kiersy entre Esteban II y Pipino, padre de Carlomagno, si bien ya desde los tiempos del Papa Gregorio Magno (590 – 604), obligados por las circunstancias, habían ejercido los papas funciones temporales. El Papa Esteban II había dado aquel paso movido por la preocupación de mantener visible y efectivamente la independencia del Papa, que podría restringir una eventual ocupación de Roma por los lombardos. Durante muchos siglos, el poder temporal había cumplido más o menos satisfactoriamente su misión, aunque con el riesgo real de complicar al Papa en muchos asuntos profanos ajenos a su función religiosa y constituyendo un obstáculo innegable, si bien ni el único ni el más grave, para la unificación italiana pues en realidad junto con el papado contribuyeron a retrasar la unidad el individualismo de los italianos y los celos entre los diversos Estados.

El poder temporal se había convertido en un anacronismo. Por otra parte, ya no servía a los fines para los que había nacido, puesto que para defender el Papa su independencia se veía obligado a recurrir al apoyo de potencias extranjeras, perdiendo con ello necesariamente la libertad y la neutralidad política que trataba de salvaguardar el Estado de la Iglesia.

Por otra parte los liberales italianos, incluido Cavour, no tenía una noción exacta de la naturaleza de la Iglesia, que entendía como entidad únicamente espiritual, incapaz de vivificar un orden jurídico autónomo. Es decir, que se mostraron ligados a los esquemas jurisdiccionales del siglo XVIII y siguieron pretendiendo que la Iglesia limitase su actividad a las conciencias, al culto y al dogma. De ahí nacían la incomprensión y la desconfianza de la Curia, ya de por sí demasiado propensa a no fiarse de las aspiraciones modernas a la libertad y a la unidad. Cabría preguntarse si fue la intransigencia romana la causa de la política laicista o viceversa; probablemente, una mayor elasticidad por parte del Vaticano hubiese logrado moderar o retrasar la laicización piamontesa, aunque no la hubiese conjurado del todo. La intransigencia de Roma ante las primeras iniciativas piamontesas, aun moderadas (la supresión del fuero eclesiástico), reforzó las pretensiones laicistas, y éstas, a su vez, provocaron el endurecimiento curial cuando la crisis romana se manifestó en toda gravedad.

Por último, el fin del poder temporal, según el juicio concorde de historiadores y de hombres de Iglesia, fue una gran ventaja para el papado y para la Iglesia que, liberada de estructuras anacrónicas y ya más entorpecedoras que otra cosa, se purificó logrando mayor libertad. Podríamos aplicar a este caso lo que decía mons. Dupanloup 1848 y que lo repetía mons. Montalembert en Malinas en 1863: “Habéis impulsado el fin temporal sin nosotros es más, en contra nuestra, pero también en nuestro beneficio porque Dios lo ha dispuesto así a pesar de vuestras intenciones”. Se podrán, en todo caso, discutir hasta que punto fueron efectivamente hostiles a la Iglesia las intenciones de los liberales, pero, aunque hagamos las distinciones, tenemos que admitir que la mayor parte de los patriotas del “Risorgimento” y de los estadistas italianos del siglo XIX no estaba animada de sentimientos muy benévolos hacia la Iglesia. De todas formas, el resultado final fue ciertamente útil para ella.

En general, el problema de la supervivencia del poder temporal y de su restablecimiento condicionó toda la vida de la Iglesia en la segunda mitad del siglo XIX, en Italia y fuera de ella.

Durante muchísimos años, hasta comienzos del siglo XX, la polémica sobre la fórmula más eficaz para asegurar al Papa plena libertad excitaron y dividieron profundamente a los católicos y crearon molestias y preocupaciones a los gobiernos.

La resistencia del Papa, generó algunos aspectos positivos, como el evitar que el Pontífice se convirtiera en súbdito de cualquier Estado. Aunque gozase de especiales privilegios, y que siguiese disfrutando de plena soberanía, visible e indiscutible.

Conclusión

El fascismo, liderado por Benito Mussolini, el “duce”, tomó el poder el 28 de octubre de 1922, tan sólo siete meses después de la elección de Pío XI, quien iba a tener que lidiar con el nuevo régimen. Después de la ocupación de Roma en 1870, el gobierno italiano adoptó, como dijimos, una ley llamada de “garantía” que permitiría al papa el libre ejercicio de su misión universal. Pío XI decidió rechazarla. A lo largo de los pontificados, las posiciones se habían ido limando: la restauración de los Estados pontificios parecían poco realistas incluso a la curia más tradicionalista. Se imponía una visión más moderna de la independencia política del papado.

Varias concesiones entre el Vaticano y el gobierno fascista condujeron a la promulgación de las leyes de 1923 – 1925, claramente favorables a la Iglesia.

En 1926 se esbozó un compromiso diplomático para encontrar una solución definitiva al conflicto, que finalizó con la firma de los acuerdos de Letrán, el 11 de febrero de 1929. Estos estaban constituidos por dos documentos distintos: el tratado y el concordato. Mediante la aplicación del tratado, el gobierno italiano garantizaba la soberanía y la libertad del nuevo Estado del Vaticano, el del menor tamaño del mundo. Por su parte, la Santa Sede reconocía al Estado italiano y su capital, Roma. Desearía terminar, con un juicio sobre la Cuestión Romana, hecho por mons. Juan Bautista Montini en el Capitolio el 10 de octubre de 1962, víspera del Concilio Vaticano II: “Fue entonces cuando el papado reemprendió con inusitado vigor sus funciones de maestro de la verdad y de testigo del evangelio, hasta el punto de llegar a una altura nunca alcanzada en el gobierno espiritual de la Iglesia y en la iluminación moral del mundo”.

Las exequias de Juan Pablo II han sido expresión de lo positivo que fue para la Iglesia y para el Papado, el acontecimiento del 20 de septiembre de 1870, cuando libre el peso del poder temporal vio aumentada su autoridad espiritual; muestra de esto, fue el ver a los hombres de gobierno de tantos poderosos países del mundo en torno al féretro del Papa.

Por último, si Italia ganó con su unificación territorial y política, no menos ganó la Iglesia con su libertad, al no confiar en otro poder que no sea la fuerza del evangelio #AntesDeSerCalle

Fuentes:

Nota al Mons. Roberto J. González Raeta // Giacomo Martina S. J. // Pío IX (1851-1866). Editorial Pontificia Univestitá Gregoriana. // La Iglesia de Lutero a nuestros días, III Época del Liberalismo. Editorial Cristiandad. 1974. // Storia della Chiesa. Istituto di teología a Distanza Centro “UT UNUM SINT”. Roma. // Chiovaro F. y Bessière G. - URBI ET ORBI. Dos mil Años del Papado.// Atlas Histórico Mundial, de la Revolución Francesa a nuestro tiempo. Ed. ISTMO 1983.

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